Tome un café con un empresario: cualquiera de ellos le dirá que sus clientes son uno de los eslabones – si no el eslabón – más fundamental del negocio. Después de todo, sin ellos no hay ventas, ganancias, crecimiento, futuro. Las empresas pueden tener diferentes estructuras, formaciones o competencias, pero sin el público que absorbe el resultado de su trabajo, la cadena nunca está completa.
Sin embargo, a menudo la vivencia no es tan hermosa como el discurso. En la práctica, muchas empresas no consideran el cliente como parte esencial de sus estrategias y procesos. Piensan que es él quien debe ajustarse a lo que se determine. Estas compañías no están dispuestas a escucharlo y mucho menos a adecuarse a él.
De la microempresa a la multinacional, no oír al cliente es una de las mayores fallas que cualquier negocio puede cometer. ¿Porque? Porque el cliente es alguien que necesita resolver un problema y cree que su empresa puede ayudarle en eso. Hay en él un anhelo mayor que sólo adquirir un producto o un servicio. La búsqueda es por una solución, de preferencia, definitiva. Y, para entregar soluciones, hay que ir más allá de la demanda.
Cuando hablamos acerca de la visión de las empresas sobre los clientes, encuentro tres modelos:
Mi cliente es un mal necesario
Para estas empresas, el cliente es sólo una fuente de ingresos, alguien que paga las cuentas y proporciona los salarios. Por eso, ellas poco tienen en cuenta las expectativas y necesidades ocultas detrás de una demanda. Su frase de orden es: “todo lo que mis clientes buscan es el precio.”
Ellas no consideran las particularidades de cada atención o la imprescindibilidad de crear experiencias a cada contacto. Cuando el cliente no tiene plena certeza o claridad sobre lo que busca, o si son accionadas fuera del momento esperado, sus colaboradores y se muestran poco receptivos o hasta indispuestos e impacientes.
En tiempo, la visión escasa sobre cliente trae consecuencias desafiantes, pues precio y plazo se presentan como ítems volátiles dentro de la fidelización. Solitos, no consiguen agarrar a clientes delante de la promoción relámpago de la competencia. Fuera de las mayores posibilidades de retrabajo y desgaste interno entre áreas, en la búsqueda de cumplir promesas hechas para mantener al cliente cerca.
Mi cliente es una divinidad
Para estas empresas, el cliente está en la otra punta. Él todo puede, dicta todas las reglas. Lo más curioso es que, aún así, estas empresas no se preocupan por entender a su cliente profundamente. Al final, toda divinidad, por definición, lleva en sí una aura de ministerio. Más que entendida, ella necesita ser obedecida.
La excusa de estas empresas para la desorganización institucional que habitualmente presentan es la necesidad de atender de la mejor manera posible. Entonces, no existen procesos definidos, o cuando existen, no son seguidos, pues cuando el cliente demanda, todos “paran” para atenderlo.
No me entienda mal: debe ser anhelo de cualquier empresa atender a su cliente de la forma más excelente. Sin embargo, la relación de confianza que genera fidelización pasa por el proceso de educar al cliente sobre cuáles son las condiciones ideales para la mejor atención y el mejor producto, para generar una verdadera experiencia en la relación.
Mi cliente es un socio
Entonces, cuál es la posición ideal para mi cliente? Debe ser visto como un socio. Conocerlo profundamente garantiza que, a lo largo del proceso, sea sorprendido en sus expectativas por la solución. Sumado a la consistencia de una entrega de calidad, el camino para que se convierta en un cómplice está pavimentado.
Además, el cliente ser entendido como un cocriador. Las empresas maduras perciben que la contribución se convierte en una ruta de doble vía: mientras el cliente disfruta de los productos y servicios, sus acciones, reacciones y feedbacks, se convierten en insumos para mejorar la jornada de atención. De forma directa o indirecta, intencional o ocasional, el cliente siempre traerá su percepción acerca de lo que falta o sobra.
Y, con todas estas informaciones, es hora de volver y hacer la tarea de casa. Al final, oír al cliente, pero no actuar de acuerdo con lo que se oyó es tan nocivo como no oír.
Fuente: Anderson Siqueira – www.consense.com.br